El inquebrantable Leonardo I, príncipe en su propia granja

     En 1969 el gobierno de Australia Occidental decidió introducir una cuota de producción de trigo. Aquel había sido un buen año de cosecha para Leonar George Carley, granjero de la localidad de Hutt River, y sus vecinos. Así que, como la tasa les parecía abusiva y el trigo desbordaba en sus terrenos, decidieron mandar a Leonard a negociar con el gobierno mejores condiciones. La reunión fue tensa y las autoridades no cedieron, Leonard y otras cinco familias con granjas en la región decidieron que no doblarían la cerviz.
     Leonard comenzó a leer libros de derecho para lograr derribar la normativa, y en una de esas páginas encontró la respuesta: la Treason Act de 1495. Gracias a una ley del siglo XV, el pequeño conjunto de granjas, con un territorio de 75 km2 y una población cercana a los 60 vecinos, se declararía independiente de Australia, aunque leal a la reina Isabel II, cumpliendo al pie de la letra con la antigua ley británica.
     El gobierno de Australia Occidental tenía un problema y las manos atadas. Según la legislación australiana solo el gobierno federal podía intervenir ante un caso de secesión. Se iniciaría entonces un periodo de comunicaciones entre las partes: Australia Occidental, el Gobernador General de Australia, Sir Paul Hasluck, y el representante de la flamante Provincia Independiente de Hutt River. En una de esas misivas el gobierno federal cometió un desliz diplomático, dirigiendo su escrito a "Leonard George Carley, Administrador de la Provincia de Hutt River". La infeliz deferencia no escapó al bueno de Leonard, que seguía en busca de grietas legales en las antiguas leyes de la Commonwealth. El reconocimiento de la provincia por parte del gobierno federal era vinculante ante toda corte de justicia, merced a una prerrogativa real.
     Leonard seguía en guerra y buscando en viejos legajos la manera de responder los embites del enemigo. Así que, cuando el gobierno de Australia comenzó a amenazar con llevarle a los tribunales, él ya sabía cual era el siguiente paso que debía dar. Leonard Casley abandonó su nombre de ciudadano y se convirtió en el príncipe Leonardo I. El 21 de abril de 1971 el mundo vio nacer un nuevo principado.
     Según la ley australiana “un monarca no podrá ser enjuiciado y aquél que interfiera en sus labores será acusado de traición”. La misma ley daba al Estado un plazo de dos años para responder a la declaración de independencia y el plazo se cumplió sin noticias desde Australia. El 21 de abril de 1971 el mundo vio nacer un principado, esta vez de facto.

    Con el cambio de estatus del territorio también cambio su forma de gobierno. Durante tres años había gobernado un Consejo de administración que había aprobado una Carta de Derechos pero ahora el Principado se convertiría en una monarquía absoluta con Leonardo I al frente. Una monarquía que se empeñaba en hacer gala de soberanía, Hutt River acuñó su propia moneda -el dolar de Hutt River-, edificó su propia iglesia y oficina de correos, implementó su propia matricula de vehículos y emitió sus propios sellos. El correo, de hecho, fue causante del último conflicto -en una guerra siempre latente- entre Australia y Hutt River. En 1976 el gobierno australiano se negó a repartir el correo al principado si estos no cumplían con el pago de sus impuestos. El correo cambio de rumbo, llegando a Hutt River desde Canadá, hasta que los tribunales dieron de nuevo la razón a los de Leonardo I, que volvieron a recibir sus cartas sin pagar un céntimo al país vecino.
     Hoy en día Hutt River tiene página web, está cerca de firmar su propia Constitución y basa su economía en la agricultura, la ganadería y el turismo. Miles de personas visitan sus granjas para poder charlar con Leonard -que sigue trabajando sus tierras- comprar souvenirs y tal vez hacerse ciudadanos del país: en 2008 el censo alcanzaba las 20.000 personas y los habitantes permanentes rondaban los 80.
 
    La pequeña batalla de un granjero aficionado al derecho y sus delirios principescos han convertido a un grupo de granjeros con poco aprecio por los impuestos en una de las micronaciones del planeta con más probabilidades de ser reconocida como Estado. Es este un mundo de locos, ¿o no?


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"Llevar al huerto", un oscuro origen

     En 1904, ABC llevaba dos años en los quioscos. Además de defender el sistema monárquico, el diario buscaba en los sucesos un modo de pescar lectores. En Peñaflor, a unos 80 kilómetros de Sevilla, por aquellos días, el cordobés Miguel Rejano Espejo estaba a punto de perder la vida. Los españoles conocieron su suerte en el diario de las tres letras, aunque ese era solo el principio. Seguramente en Peñaflor, y en toda Andalucía, esos días la gente se metió en su casa y cerró puertas y ventanas.

     Francisca Márquez, la esposa de Miguel Rejano andaba preocupada. Su marido había abandonado hacía días su hogar, en el pueblo cordobés de Posadas, con 28.000 reales en el bolsillo para hacer unos negocios en Sevilla. Francisca habló con Juan Mohedano -primo de él- que al conocer los detalles decidió marchar a Sevilla en su búsqueda. Juan Mohedano creía -diría al juez- que su primo andaba de jarana por Sevilla. Poco tardó en descubrir que no. 
     En la Fonda del Betis, donde se alojaba su primo, Mohedano obtuvo un nombre: Muñoz Lopera, un canalla de Peñaflor. Al parecer Miguel Rejano se marchó con Lopera la tarde del segundo día, volvió a la noche, pagó la cuenta y no regresó.

     Mohedano se reunió con Lopera que le dijo que sí, que conocía a su primo, pero que su relación se limitó a una venta frustrada: la ruleta que Lopera vendía resultó cara a Rejano y ahí se terminó todo. Mohedano mantenía las dudas y contrató a Rodríguez, un ex policía convertido en detective privado, que descubrió que Lopera mentía. Lopera, Miguel Rejano –el primo-, José Borrego, José Moya “el Peana” y dos personas más habían participado en una partida ilegal de naipes. La partida, afirmó “el Peana”, se jugó en Peñaflor, en la casa del huerto del Francés, Andrés Aldije Monmejá. 
     Las autoridades hicieron oídos sordos ante la denuncia de Juan Mohedano y el ex policía Rodríguez envió varias cartas a la prensa denunciando la desaparición y las timbas ilegales en casa del francés. La justicia llamó a declarar a Lopera y André Aldije pero les dejó en libertad. 
     En Sevilla, a la casa de Francisca Muñoz empezaron a llegar anónimos. Primero, unas cartas que exigían 250 pesetas por el paradero del marido, después, una voz por la ventana que traía un lugar y una mala noticia: su marido estaba en Peñaflor, “enterrado en el huerto”. La artimaña, ideada por Mohedano y el detective Rodríguez, supuso la autorización para que el propio Mohedano, acompañado de un guardia civil, inspeccionara el huerto.

     Mohedano, cargado con una vara alargada y puntiaguda, fue pinchando el terreno hasta que dio en blando. Sacó la vara, la llevó a su nariz y el olor provocó que se empezará a excavar. ¡Bingo! Pero el cuerpo, en avanzado estado de descomposición, no correspondía a Miguel Rejano. Aquella noche, iluminados por faroles, en el huerto del Francés encontraron 6 cadáveres.

Lopera y Andrés Aldije Monmejá, "el Francés"
     Entre 1889 y 1904, en la huerta del Francés se celebraron innumerables timbas ilegales, y seis asesinatos. Los socios -Lopera y el Francés- tenían todo bien organizado. Lopera acudía a Sevilla en busca de viajantes de paso en la ciudad, una vez convencido de que los incautos tenían dinero fresco les hablaba de las mesas de naipes -y la ruleta en que solo jugaba gente de posibles- que un amigo tenía en la localidad de Peñaflor. El amigo, Andrés Aldije Monmejá, de origen francés, había montado una casa de juego en la caseta de su huerto.
     José López fue el primero en ser llevado al huerto. Era 1894 y el jienense se dirigía a la sala de juego por un túnel oscuro cuando le avisaron que cuidara con la tubería que había frente a él, en ese momento una barra de hierro –apodada “el muñeco- impactaba en su cabeza y un martillo con filo le remataba trepanándole el cráneo. Ese fue el modus operandi con el que lograron 28.300 pesetas y dejaron seis victimas: José López, Mariano Burgos, Enrique Fernández Cantalapiedra, Federico Llamas, Félix Bonilla y Miguel Rejano Espejo.

     El juicio fue un espectáculo: intentos de fuga, mentiras, peleas entre los acusados… La condena: seis penas de muerte para cada uno; se dice que el francés espetó al juez: “para qué seis, si con una basta”. No le faltaba razón, pero el 31 de octubre de 1906 el verdugo de Sevilla y el de Madrid –que había sido llamado para que todo saliera bien- tuvieron que atornillar y desatornillar varias veces el garrote vil hasta que los dos socios perdieron la vida.

     Dice el diccionario que llevarse al huerto a alguien es lograr convencerle o seducirle sexualmente, y  aunque aseguren que el origen de la expresión tiene que ver con “La Celestina”, la traición de Judas a Jesucristo o con cierto rey árabe que tenía a bien invitar a jóvenes e incautas damas a sus jardines palaciegos, cuando te quieran “llevar al huerto” recuerda la historia de Miguel Rejano y sus cinco compañeros de entierro. No te dejes engañar.

*La historia de los asesinatos del huerto del Francés fue llevada al cine en 1977 y es una de las películas más recordadas del popular actor y director de cine Jacinto Molina, más conocido como Paul Naschy.



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Roy Sullivan, un imán para rayos

     Cuando Roy Sullivan (Kentucky, E.E.U.U, 1912- 1983) recorría las calles de Virginia la gente aceleraba el paso hasta darle esquinazo. No era culpa de Roy, al que no se le conoce error o delito más allá del de su propia mala suerte. Lo cierto es que Roy no era buena compañía, y no por ser mala persona o tener un carácter difícil. El bueno de Roy era la clase de hombre al que los yanquis regalan una placa conmemorativa por una vida de servicio a la comunidad y abren coca colas, sirven ponche y ponen en la parrilla hamburguesas en su fiesta de jubilación. Con una salvedad: estar al lado de Roy ponía tu vida en riesgo.  El hecho es que la suerte de este guardabosques del Parque Nacional de Shenandoah (Virginia) fue haciendo que se sintiera cada vez más solo. Hasta un día de septiembre de 1983 en el que solos él y su arma reglamentaria decidieron dar un titular de portada a la prensa local: “Se suicida el hombre pararrayos”, debieron escribir en tipografía exagerada los matutinos.

     Días antes su esposa había decidido hacer las maletas y dejar atrás una vida en pareja marcada por el temor a una visita luminosa que en mitad de la noche entrase por la ventana y la dejara tiesa, con la permanente convertida en un lio de pelos tiesos y chamuscados. La señora Sullivan dormía con un imán para rayos
     Dicen los números que la probabilidad de que te caiga un rayo es similar a la de ganar la lotería comprando un décimo cada día, aproximadamente 1/60.000. Los ceros se disparan si calculamos la posibilidad de que te impacten siete rayos (1 entre 16 septillones). Nuestro querido Roy Sullivan desafió al azar, las leyes de probabilidad y al mismísimo Zeus: 9 veces tuvo que lidiar con el eléctrico fenómeno; aunque en 2 ocasiones fueron sus acompañantes los agraciados por el rayo.

     La relación del “hombre pararrayos”, como le llamaban los vecinos que evitaban su compañía a campo abierto, con los rayos empezó desde temprano. El pequeño Roy segaba el trigo en el huerto de su padre cuando la hoz que empleaba fue alcanzada por un rayo; por suerte los dos salieron ilesos. En  abril de 1942, sin embargo, perdió un dedo del pie cuando un rayo le atravesó la pierna hasta agujerearle el zapato. Era un día de tormenta y él corría a buscar refugio tras huir de la torre de vigilancia del parque nacional que carecía de pararrayos. En julio de 1969 un rayo chocó contra un árbol y entró por la ventanilla de la camioneta que conducía Roy quemándole las cejas, las pestañas y parte del pelo. Un año después, en 1970, un rayo rebotó en un transformador y le quemó el hombro en el patio de su casa. La próxima pérdida de Roy sería su pelo: en 1972 un rayo le quemó la cabeza mientras trabajaba en el parque. No tardaría en usar la cantimplora que desde ese momento llevaba siempre consigo a modo de botiquín: de nuevo, en 1973, un rayo se cebó con su cabeza expulsándole del jeep que conducía. En 1976, huyendo de una tormenta, un rayo le lesionó el tobillo. Sería en 1977 cuando un último rayo visitó a Roy. Esta vez nuestro héroe pescaba tranquilo un día de junio cuando el rayo atravesó su cuerpo desde la cabeza a los pies, buscando tierra. Otra vez burló a la muerte, sin embargo tuvo graves lesiones en pecho, estómago y piernas.

     Ya por esos días la cautela de la gente respecto a él se transformó en pánico y Roy era casi un apestado. No solo lidiaba con una más que comprensible ceraunofobía (el temor a ser impactado por un rayo) sino que poco a poco se fue quedando solo, la gente le daba la espalda ya que creían que atraía los rayos y era peligroso. Poco a poco su humor fue cambiando y al huraño guardabosques solo le quedaba su esposa. Pero en 1979, mientras los Sullivan tendían la ropa, ella resulto herida por un rayo que aterrizó en las barras metálicas del tendedero. Aquello fue demasiado para la señora Sullivan que abandonó a Roy. La soledad condenó al hombre rayo, que, pensándolo fríamente, tuvo la suerte de salvar la vida milagrosamente en 7 ocasiones.

     Aún hoy se cuenta en Virginia que la tumba de Roy Sullivan, el hombre pararrayos, es un destino frecuente para los rayos en los días de tormenta.


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Un Drácula hispano

     El 17 de agosto de 1956 en California enterraron a un vampiro. Entre las sedas que acomodaban su cuerpo, el hombre de 74 años, de rostro duro y expresión difícil, lucía las ropas que habían marcado su vida; para bien y para mal: larga capa negra de cuello exageradamente alto, camisa blanca clausurada por una pajarita blanca y un broche de oro y el pelo engominado hacía atrás. Dicen que entre las celebridades que asistieron al duelo se encontraban Vincent Price y Peter Lorre, que dijo a Price: “¿crees que deberíamos clavarle una estaca en el corazón por si acaso?”.
     El 1919 un transilvano de 37 años llegaba a E.E.U.U cargado de sueños, huyendo de la persecución política. Su nombre era Bela Lugosi. Poco a poco, gracias a su pasado como actor en Rumania y Alemania, fue encontrando pequeños papeles en el teatro para pagar las facturas. En 1927, Lugosi llegó a Broadway luciendo ya colmillos y capa. Pero su imagen vampiresca quedaría en el inconsciente colectivo gracias a la película Drácula (1931) de Tod Browning. A partir de ese momento su vida estuvo marcada por el chupasangre. Aunque rechazó interpretar al monstruo Frankenstein (que inmortalizó Boris Karloff, con el que cuentan que inició una enemistad eterna) y logró gran fama con sus secuelas en la piel de Ygor, fue el de vampiro el único papel por el que los directores acudían en busca de Lugosi. Al público le encantaba ese monstruo con acento rumano, dicción complicada, movimientos lentos y ademanes de teatralidad exagerada. Con el tiempo Lugosi empezó a ser olvidado (aunque actuó en varias películas de serie B, como las de Ed Wood cuya vida popularizó Tim Burton) y buscó refugio en la morfina. Viejo, olvidado y sedado por la morfina cuentan que Lugosi pasó sus últimos días convencido de ser un vampiro y atemorizado por ello.
     La llegada del cine sonoro revolucionó el mundo y Hollywood empezó a convertirse en la capital mundial de la fantasia y la creación de hegemonía. Los productores y su ambición globalizadora encontraron, sin embargo, un problema en el sonido. ¿Cómo harían para vender sus películas a un público que desconocía el idioma? 
     Desechadas ideas como aquella que pretendía que el esperanto fuera el idioma del cine, las grandes productoras estadounidenses empezaron a barajar la idea de grabar versiones alternativas. Así fue, durante la década del 20 y los primeros años del 30 los platós de Hollywood se convirtieron en una especie de Torre de Babel. Por el día las grandes estrellas locales rodarían sus escenas con toda pompa, por la noche los actores de otras lenguas disfrutarían de las sobras y reutilizarían platós y atrezzo
     Carlos Villarías había nacido en Córdoba en 1892, pero el trabajo le había llevado a Estados Unidos. Ahora, a sus 38 años, Villarías pasaba las noches rodando y las tardes visionando las tomas que el transilvano Lugosi rodaba a la mañana. El actor, con pinta de galán de la época, había logrado crearse un hueco en la industria gracias a manejar con soltura el inglés, tras varias películas en México y E.E.U.U estaba ante la oportunidad de encarnar al Conde Drácula.
     Al frente de la producción del Drácula hispano estaba Paul Kohner, un checo, amigo del gran jefe de Universal, al que no solo le movía el interés por el cine. El checo ya había rodado la versión española de The Cat Creeps (La voluntad del muerto) en la que la bella mexicana Lupita Tovar interpretaba el papel protagonista. Lupita andaba apesadumbrada, no manejaba el inglés y asumió que el cine sonoro sería el final de su carrera. Sin embargo, cuando Lupita estaba a punto de comprar billetes y regresar a México, Kohner, interesado por ella en todos los ámbitos, le llamó para ofrecerle el papel coprotagonista en su nueva película. Tal era el interés de Kohner por Lupita que la mejicana no tuvo que pasar ningún casting y el papel le fue concedido por la mediación directa de Kohner ante el gerifalte de Universal, Mr. Laemmle.
     El resto del reparto lo completaron actores de distintos países de habla hispana que compartían idioma pero no acento. Fox consideraba -en palabras de Lupita Tovar- que solo los españoles hablaban correctamente el castellano, pero Universal no se entretenía en exquisiteces y solo escuchaba una lengua. Al frente de todos ellos estaba el tío George, como llamaban cariñosamente a George Melford, y George Robinson manejaba la cámara. 
     Un mes después de “iniciarse la versión mayor”, de 7 de la tarde a 7 de la mañana, el plató se llenó de acentos hispanos un 10 de octubre de 1930. Robinson, Melford y Kohner veían por el día las tomas que las estrellas rodaban e ideaban el modo de mantener su independencia. Una película de bajo presupuesto y destinada a públicos que consideraban menores era una buena oportunidad para el ensayo, pensaban. Los planos del Drácula hispano eran siempre innovadores y descaradamente contrarios a los originales; el guion era respetado al máximo (alargando la grabación 30 minutos sobre la original); las tomas de Lugosi sobrantes de la versión inglesa eran desechadas si el ingenio lo posibilitaba, y el carácter de los protagonistas se amoldó a la cultura de su público. Así, el vampiro Villarías no mordía a hombres, solo a mujeres, y la exuberante Lupita Tovar hacía gala de sensualidad y ropa mínima. 
     La grabación se terminó en 22 noches –la versión original en 7 semanas- con un presupuesto de 66.069,35 dólares –la hermana mayor costó 441.984 dólares- y se preestrenó en la primera semana de enero de 1931. “Preciosa, grande, expléndida”, exclamó un sorprendido Lugosi finalizada la premier. Críticos y dirigentes de Universal tampoco evitaron rendirse a la evidencia: la cinta hispana superaba con creces la superproducción vampírica original. Lugosi, de hecho, acudió a varios pases de la película en teatros de Los Ángeles. 
     Al poco tiempo el cine doblado triunfó y la Drácula hispana quedó olvidada en los archivos del gigante del cine. Hasta que en 1977 el American Film Institute reclamó, durante una retrospectiva de Universal para el Museo de Arte Moderno, una copia de la cinta. Para sorpresa de todos la cinta había sido boicoteada, el negativo de nitrato del tercer rollo había sido destruido. Las escenas más importantes de la versión hispana habían sido amputadas en los sótanos de Universal. Alguien quería que Lupita Tovar y Carlos Villarías fueran relegados al olvido y la película que nació eclipsando al gran vampiro de Hollywood solo fuera un mal sueño. Sin embargo, la siempre rebelde Cuba guardaba una copia del "ridículo hollywodiense" y en 1992, el mismo día que se estrenó el Drácula de Coppola, volvió a estrenarse en Los Ángeles. 

*La versión hispana de Drácula se puede disfrutar en este enlace: aquí.


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