El 17 de agosto de 1956 en California enterraron a un vampiro. Entre las sedas que acomodaban su cuerpo, el hombre de 74 años, de rostro duro y expresión difícil, lucía las ropas que habían marcado su vida; para bien y para mal: larga capa negra de cuello exageradamente alto, camisa blanca clausurada por una pajarita blanca y un broche de oro y el pelo engominado hacía atrás. Dicen que entre las celebridades que asistieron al duelo se encontraban Vincent Price y Peter Lorre, que dijo a Price: “¿crees que deberíamos clavarle una estaca en el corazón por si acaso?”.
     El 1919 un transilvano de 37 años llegaba a E.E.U.U cargado de sueños, huyendo de la persecución política. Su nombre era Bela Lugosi. Poco a poco, gracias a su pasado como actor en Rumania y Alemania, fue encontrando pequeños papeles en el teatro para pagar las facturas. En 1927, Lugosi llegó a Broadway luciendo ya colmillos y capa. Pero su imagen vampiresca quedaría en el inconsciente colectivo gracias a la película Drácula (1931) de Tod Browning. A partir de ese momento su vida estuvo marcada por el chupasangre. Aunque rechazó interpretar al monstruo Frankenstein (que inmortalizó Boris Karloff, con el que cuentan que inició una enemistad eterna) y logró gran fama con sus secuelas en la piel de Ygor, fue el de vampiro el único papel por el que los directores acudían en busca de Lugosi. Al público le encantaba ese monstruo con acento rumano, dicción complicada, movimientos lentos y ademanes de teatralidad exagerada. Con el tiempo Lugosi empezó a ser olvidado (aunque actuó en varias películas de serie B, como las de Ed Wood cuya vida popularizó Tim Burton) y buscó refugio en la morfina. Viejo, olvidado y sedado por la morfina cuentan que Lugosi pasó sus últimos días convencido de ser un vampiro y atemorizado por ello.
     La llegada del cine sonoro revolucionó el mundo y Hollywood empezó a convertirse en la capital mundial de la fantasia y la creación de hegemonía. Los productores y su ambición globalizadora encontraron, sin embargo, un problema en el sonido. ¿Cómo harían para vender sus películas a un público que desconocía el idioma? 
     Desechadas ideas como aquella que pretendía que el esperanto fuera el idioma del cine, las grandes productoras estadounidenses empezaron a barajar la idea de grabar versiones alternativas. Así fue, durante la década del 20 y los primeros años del 30 los platós de Hollywood se convirtieron en una especie de Torre de Babel. Por el día las grandes estrellas locales rodarían sus escenas con toda pompa, por la noche los actores de otras lenguas disfrutarían de las sobras y reutilizarían platós y atrezzo
     Carlos Villarías había nacido en Córdoba en 1892, pero el trabajo le había llevado a Estados Unidos. Ahora, a sus 38 años, Villarías pasaba las noches rodando y las tardes visionando las tomas que el transilvano Lugosi rodaba a la mañana. El actor, con pinta de galán de la época, había logrado crearse un hueco en la industria gracias a manejar con soltura el inglés, tras varias películas en México y E.E.U.U estaba ante la oportunidad de encarnar al Conde Drácula.
     Al frente de la producción del Drácula hispano estaba Paul Kohner, un checo, amigo del gran jefe de Universal, al que no solo le movía el interés por el cine. El checo ya había rodado la versión española de The Cat Creeps (La voluntad del muerto) en la que la bella mexicana Lupita Tovar interpretaba el papel protagonista. Lupita andaba apesadumbrada, no manejaba el inglés y asumió que el cine sonoro sería el final de su carrera. Sin embargo, cuando Lupita estaba a punto de comprar billetes y regresar a México, Kohner, interesado por ella en todos los ámbitos, le llamó para ofrecerle el papel coprotagonista en su nueva película. Tal era el interés de Kohner por Lupita que la mejicana no tuvo que pasar ningún casting y el papel le fue concedido por la mediación directa de Kohner ante el gerifalte de Universal, Mr. Laemmle.
     El resto del reparto lo completaron actores de distintos países de habla hispana que compartían idioma pero no acento. Fox consideraba -en palabras de Lupita Tovar- que solo los españoles hablaban correctamente el castellano, pero Universal no se entretenía en exquisiteces y solo escuchaba una lengua. Al frente de todos ellos estaba el tío George, como llamaban cariñosamente a George Melford, y George Robinson manejaba la cámara. 
     Un mes después de “iniciarse la versión mayor”, de 7 de la tarde a 7 de la mañana, el plató se llenó de acentos hispanos un 10 de octubre de 1930. Robinson, Melford y Kohner veían por el día las tomas que las estrellas rodaban e ideaban el modo de mantener su independencia. Una película de bajo presupuesto y destinada a públicos que consideraban menores era una buena oportunidad para el ensayo, pensaban. Los planos del Drácula hispano eran siempre innovadores y descaradamente contrarios a los originales; el guion era respetado al máximo (alargando la grabación 30 minutos sobre la original); las tomas de Lugosi sobrantes de la versión inglesa eran desechadas si el ingenio lo posibilitaba, y el carácter de los protagonistas se amoldó a la cultura de su público. Así, el vampiro Villarías no mordía a hombres, solo a mujeres, y la exuberante Lupita Tovar hacía gala de sensualidad y ropa mínima. 
     La grabación se terminó en 22 noches –la versión original en 7 semanas- con un presupuesto de 66.069,35 dólares –la hermana mayor costó 441.984 dólares- y se preestrenó en la primera semana de enero de 1931. “Preciosa, grande, expléndida”, exclamó un sorprendido Lugosi finalizada la premier. Críticos y dirigentes de Universal tampoco evitaron rendirse a la evidencia: la cinta hispana superaba con creces la superproducción vampírica original. Lugosi, de hecho, acudió a varios pases de la película en teatros de Los Ángeles. 
     Al poco tiempo el cine doblado triunfó y la Drácula hispana quedó olvidada en los archivos del gigante del cine. Hasta que en 1977 el American Film Institute reclamó, durante una retrospectiva de Universal para el Museo de Arte Moderno, una copia de la cinta. Para sorpresa de todos la cinta había sido boicoteada, el negativo de nitrato del tercer rollo había sido destruido. Las escenas más importantes de la versión hispana habían sido amputadas en los sótanos de Universal. Alguien quería que Lupita Tovar y Carlos Villarías fueran relegados al olvido y la película que nació eclipsando al gran vampiro de Hollywood solo fuera un mal sueño. Sin embargo, la siempre rebelde Cuba guardaba una copia del "ridículo hollywodiense" y en 1992, el mismo día que se estrenó el Drácula de Coppola, volvió a estrenarse en Los Ángeles. 

*La versión hispana de Drácula se puede disfrutar en este enlace: aquí.


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